¿Y si un día te despertaras descansada, en paz… y tratándote con la misma compasión con la que cuidas a los demás?
Desayunas sin prisas, con tu libreta abierta, escuchando el silencio... y escuchándote a ti.
Ese ratito solo para ti empieza a convertirse en un puente: hacia tus sueños, hacia tus deseos, hacia la confianza que habías perdido.
En el trabajo, has aprendido a poner esos límites que antes te costaban tanto. Empiezas a priorizarte, sin culpa.
Porque sabes que cuando tú estás bien, todo lo demás fluye mejor.
Y sin darte cuenta, tu vida empieza a cambiar.
No con grandes fuegos artificiales, sino con pequeños gestos que ya no vienen dictados por la culpa.
Cada noche, al mirarte en el espejo, no ves agotamiento.
Ves a una mujer que se reconoce.
Que se acompaña.
Y que por fin sabe que está ahí… para ella.